miércoles, 12 de noviembre de 2014

CUESTA LAS GARZAS







Los detalles hacen una vida y marcan tu niñez tan desprovista en estos días.



CAMINO A LA COSTA


Al aclarecer del día, mi madre ya nos repetía que teníamos que despertar. Los bártulos ya estaban ordenados en lo que sería nuestro medio de locomoción. Un camión de titánicas barandas nos desafiaba junto con la fresca mañana de febrero a navegar por un camino serpenteado y de siembra de adobes viejos ordenados como casas. Erizadas pirámides humeantes nos acechaban en las planicies de los cerros. Habían esqueletos de adobe diseminados en el suelo reseco y martirizado, esperando las ordenes para su secado al interior de los hornos de barro.  A veces el plateado río nos sonreía por instantes y luego jugando a las escondidas, desaparecía entre los cerros que se acercaban al cielo. El sol por el Este, se encumbraba como a las nueve y florecían a tropel desbocado los colores anaranjados de la madre de la culebra a los pies de la linea férrea del ramal a Licantén. Los nativos vegetales colgaban de todas partes acostumbrados a la presencia de los vehículos motorizados. Comentaban quienes viajaban en ese carromato con asientos de madera y con su repiquetear de uniones metálicas, que la fumarola de la locomotora se extendía como un paño, como un mantel blanco sobre los terrenos a su paso, que recogía pasajeros en cualquier villorrio, tanto a la salida de Rauco como en la pintoresca Quilpoco. Palquibudi, Las Garzas, La Huerta, Peralillo, Hualañe y Licanten.

Entre admirado y perplejo por la figura del paisaje, imaginaba aventuras entre esos cerros con heridas profundas en sus costillas por su millar de rocas incrustadas en su piel. Una linea interminable como la columna vertebral de una gigantesca serpiente arrancada de los cuentos de los abuelos, ondeaba y doblaba la fornida Cordillera de la Costa hasta mis pies. Sus boldos y litres aromaban el aire que moría atrapado en nuestros pulmones. El plateado Mataquito con sus vestiduras de sauces y bancos de arenas negras, albergaba algunos animales en espera de los pescadores de exquisitas lisas, percas, róbalos, pejerreyes y truchas ocasionales. En ese bote empequeñecido por la altura, parecía un lunar en movimiento en la superficie plana del ancho río con orillas históricas; San Juan de Peteroa, Villorrio que mece en sus tierras la bravía historia del gran Toqui Lautaro. Villa Prat y sus tierras coloradas, como permanente sangramiento de las semillas del ají. Despatriado, por las tantas recaídas de enfermo de su puente Paula.

Cada cierto tiempo mi madre por correo de las manos, me hacía llegar un pan con algo, y ese algo era huevo cocidos, pollo desmenuzado y chancho laminado. Mortadela. Otro tramo y la madre desataba sin gran esfuerzo una bolsa de mezclilla con huevos duros. La boca pesaba como tres kilos con la primera mascada y uno tragaba el huevo duro como los pavos. Seca la garganta, se reponía con unos golpecitos de puño cerrado en el pecho, eso hacia que el huevo bajara para poder tomar un trago de agua y de nuevo, a la baranda. El paisaje había cambiado. El río se había alejado y los cerros vestían de molles y piños de ovejas blancas, las cuales habían dispuesto parte de sus vestiduras en la alambrada que dibujaba el camino. Los eucaliptos se alinearon apenas nos vieron y elevaron sus ramas al cielo e hincharon sus pechos por nuestra algarabía. Lejos y apenas audibles, coronadas de plata se divisaron las primeras olas por entre las dunas tapizadas de docas o frutillas de arena. Ese enorme mar, esa incontable cantidad de agua y sal, esa inmensidad húmeda de color verde azulado rugía encolerizado, saltaba y removía las arenas estrujándolas bajo su abrazo. Mis ojos se abrieron como compuertas tratando de atrapar el mar que se extendía y se perdía  más allá de mi imaginación. Más allá, donde se junta el cielo con el mar, está tu padre. Me dijo una voz de suave femineidad. Todo mi cuerpo estaba alerta por las siguientes lenguas de agua de arena y sal, creía divisar sirenas, monstruos de larguísimos tentáculos y grandes ojos rojos, barcos piratas distanciados con tripulantes gritoneados por su capitán que porta su pata de palo y su loro amaestrado, faros luminosos vigilado por una densa y misteriosa neblina. De pronto..... el Peñón. Un macizo que se nos vino encima aplastando nuestra visión del gran paisaje que albergaría nuestra desenfrenada niñez durante un par de días sin ninguna consideración. El Peñón, es una roca descomunal que descansa despaturrada a la orilla del camino y dividía la luz que mostraba el infinito mar. El Peñón, dominaba con su vista la inmensidad terrenal y el espacio que reúne las constelaciones en el mundo sideral. La mole sólida y temperamental, se rendía a la virgen que habitaba en él. Algunos peregrinos subían a sus espaldas, esquivando los quiscos ovalados como si fueran peces globos fuera del agua, y en la cima extasiados, se comunicaban con el esplendoroso y atrevido mar que se revolcaba ante la presencia enmarañada de nuestra delegación. ¡salúdalo! me decían. ¡Así se calma, y deja de tirarte las olas encima! Por allá se confundía el río con el sabor a sal y en rechazo a su presencia, devoraba el río haciéndolo parte de su mareo. Los botes con sus tejidas faldas, aún con restos de las entrañas acuosas, descansaban de una madrugada llena de esfuerzos derrotando los friolentos vientos que les negaban su sustento, descansaban de una agotadora labor. ¡La Pesca! Fue un grito desgarrador. Era nuestro punto de reunión.

Los mamporos o pirisporos, nombre que le dan los lugareños a ciertos arbustos, son una mata de hojas duras y eternamente suaves. No muy altos, nada frondosos pero, pareciera que todo el año están desprendiendo sus frutos redondos como canicas de conventillos viejos. Están por todos lados. Son la sombra de las bestias locales, son atalayas desconcertantes en el cerro, son el control de las entradas y salidas de las casas llenas de tejas empolvadas. Arrimados a los caminos con sus maderas carcomidas, los he visto poblados de gallinas y pavos en sus míseras ramitas. Así, hasta llegar a las arenas cálidas del hervidero humano que repleta el valneareo de Iloca. ¡La Pesca!

Mi madre, al llegar a destino, nos tiraba los bolsos y los paquetes a cada uno y dispuesta cual general de campo, nos daba ordenes que al instante cumplíamos. Unos tipos avezados en estos menesteres tiraban atados de ropas, cajas , bolsos, colchones, canastos y hasta las guaguas viajaron por el aire hasta sus dueños. La particular comitiva se dispersó a las distintas casa que nos esperaban dispuestas a cobijar toda nuestra humanidad de veraneantes estivales. Un enorme y robusto ciprés con su cara desfigurada de tantas arrugas, nos daba la bienvenida a una casa de interior tan oscura como mis intenciones una vez llegado al mar. Por fuera barnizada con una gruesa capa de cal. Las puertas eran láminas toscas, gruesas y pesadas. La madera añosa se deleitaba de su desnudez ante las arreciadas ventiscas de polvo y arena del medio día. Las puertas de tantas historias se sujetaban con una enorme piedra de color blanquesino, irregular que estiraba sus garras sólidas para aferrase al piso de tierra ocre, permitiendo la entrada de la luz, única arma blanca en cortar de cuajo, la horrible oscuridad. De cerrarse, estábamos destinados a los desenfrenados alaridos de los monstruos residentes en las paredes repletos con esqueletos de paja traídos del cerro. Una tranca. Madero reseco y de una suavidad labial, adquirida por los años de ejercicio de seguridad familiar, de mano en mano por hombres, niños y mujeres. La puerta trancada se constituía en la ordenanza para dormir. Nuestros colchones eran unas arpilleras rellenas de paja de trigo de las eras que quedaban calentando las faldas de los cerros. Aprendí a dormir casi vestido para evitar las puntas que atravesaban el improvisado colchón. También conocí las pulgas que ahogamos en las heladas aguas llenas de arena y sal del mar que nos esperaba después de almorzar. El primer día dormíamos como los muertos. Yo vaciaba mi alma en las paredes oscuras y equilibraba mis miedos en las vigas del techo. Hablando en silencio con el ruido de las olas, no me dí cuenta que en un suspiro de infantil sosiego, se llevó las luces de mi cuerpo y en sueño profundo y feliz, oculté mi niñez a las sombras de las dudas y de las esperanzas de mi primer veraneo.