jueves, 29 de septiembre de 2016

VIEJOS BUENOS.


A JOSÉ ROSAS GAMBOA


Así como los paisajes o tal vez algunas aves, son imágenes gratas, saludables y recurrentes, son también las personas. Mi padre por ejemplo, fue un viejo bueno, pero se me fue demasiado pronto y solo me quedó su recuerdo. Otros casos han sido más perdurables, quizás debido a la ausencia del que se fue aquejado por la enfermedad irreversible, me sentí acogido y protegido, aún en la ausencia de las palabras. Este viejo, extendió sus brazos llenos de hijos para acoger a uno más en sus extensas y secas tierras. Disfruté de cada hierba y de cada gota de agua de su humilde casa. Hoy, la gratitud se dibuja en letras, pues papá Rosas, José Rosas Gamboa, también se llevó mi aprecio como un verdadero padre, cuando le decía a mamá Elena, que la familia Gamboa, había crecido.




Liaba sus tabacos con la destreza de un anciano,
luego entre mate amargo y sonar de alas,
las manos cálidas de una madre de ojos canos,
sonríe en la quietud de brasas de leños secos.
Envía un aroma azulado al techo de su pieza.
Sus labios envuelven el papel delgado mientras, 
palabras se esparcen entre el olor a tabaco,
y la penumbra de las velas.
Sus ojos cansados se posan en sus pies,
reciben el calor oscuro de la tierra.
Su espalda muestra los esfuerzos de los años,
sus manos nudosas han perdido la carne,
sus huesos salen a la frontera corporal
y el humo de camino al cielo.
El fuego sonríe con su garganta abierta de rojo sangre,
la vela muestra su terror a extinguirse
y llora en silencio su cálida esperma.
El brasero esconde sus patas, la silla seca sus batros,
los ventanales se abren al bosque de pinares y molles.
La noche calla.
Papá alza su tabaco con la lentitud de un verso
y como una página escrita muestra su rostro
complacido y quieto.
Descubro en sus canas los te quiero,
en su pecho los abrazos y en sus dedos
los tejidos de Elena.
En la humildad, las paredes huelen a paja seca,
en los ojos de los hijos, florece el orgullo con olor a rosas.  

Laguna torca. Llico





Mi pecho es una laguna, la tierra es una cuna abierta donde descansa papá Rosas.










Nuestro tiempo terminó.
Perdí tus huellas en los cerros ocres
y entre la sombra de los pinos.
Quizás las olas de la Caleta Llico alberguen su espíritu
o pasee errante entre tantos caminos.
Tal vez entre los arenales, en las dunas costeras sea
la brisa fresca, la niebla secreta, el afluente de agua dulce. 
Tal vez nos mire desde lejos,
en el lucero que aparece en la cima del monte.
A veces pienso que nos vigila
en ese cisne de cuello negro,
otras que nos acaricia en cuerpo de brisa,
allí, en la puntilla.
Cuando alargo mis manos al batro, al trigo,
al almendro y a los brazos familiares,
siento que te tengo, como antes,
caminando juntos al cerro, oliendo tus cigarros, 
escuchando tus cuentos.


Papá Rosas está en el aire, 
como canto de gorriones, 
como el vuelo de los jotes.
Está en La Punta el Barco, 
en Culenmapu, en Aquelarre, 
en Torca y su Quirihua.
He perdido su presencia de campo y agricultura,
de peces y taguas.
He perdido sus palabras toscas sus caricias
escasas y torpes.



camino La Quirihua. Llico
                  



Ahora los caminos se visten  de sombras inconclusas, las copas de los árboles están lejanas y vacías.











Los molles resecos, quebradizos.
Las aguas dejaron las quebradas
y la piedra tosca brilla en la desnudes del cerro.
Ayer escuché el cantar de la huala
y en su cuello largo se quedaron versos trunco,
y el siete colores entre los juncos,
rebotaba como un eco nostálgico y sereno.



arriando ovejas al corral



















                               
                       Era una mañana triste sin el canto de la perdiz, sin el grito de mi viejo arriero.














Ayer buscando entre las palabras 
junto a la mujer que me ha dado tantas cosas, 
me entregó el recuerdo de papá Rosas.


José Rosas Gamboa. Papá Rosas.


















Mi viejo tan querido,
siempre cabecera de mesa,
quiso alejar las tristezas madurando los trigales, 
esquilando las ovejas,
desmenuzando la tierra.
Te alejaste midiendo los silencios
como el añoso ciprés que descansando en tu ventana,
fue testigo de tu amor a Elena.
Nadie quedó ajeno al dolor de tu retiro
y nadie quiso llorar hasta que se pusiera el sol.
Allí donde anidó la luna, 
varios pechos apretados liberaron quejidos 
que pronto se perdieron en las sombras 
como el jergón o el colibrí.

Hoy, las riveras en Torca, 
están colmadas de sentimientos, 
de figuras difusas que se multiplican con cada gota de rocío, 
vuelan entre sol y luna, 
como los cisnes que pierden sus cabezas 
en la busca del sustento hundido en la laguna.
Así quedó el arado, 
enterrado para siempre en lo secano de tu espacio 
y así quedó mi pecho, 
abierto para recibirte de nuevo, 
cuando llegue a tu huerto con olor a rosas.