miércoles, 6 de abril de 2016

SOLEDAD

EL SILENCIO DE MI PAISAJE

A SOLAS CON EL PESCADOR

Estuve unos días en el sector de Pancho para la pata, camino a las siete tazas. Como siempre el camino insinuante te despierta los sentidos y vas sin querer declinando en recuerdos. Algunos, creen que es característica y signo inequívoco de los viejos, pero no. Es el ordenamiento de los sucesos más importantes que han ocurrido en tu vida y un darte cuenta de como las personas, queriendo tanto, son capaces de la inconsciencia de destruir la naturaleza, la misma que les da la vida y les permite disfrutar de ella en los meses de verano.
Fuera de temporada veraniega, la micro salía a las 5 de la tarde al Radal. ¿?
Hicimos una pequeña aventura con mi hijo, Felipe. Sugirió la posibilidad de viajar como la costumbre de antes, mochilero, "hacer dedo", "viajar a dedo". Tuvimos un par de horas, analizando el por que los vehículos que transitaban, solo con el chofer, no tenían la amabilidad de parar, de hacer un gesto de negación con la mano o con la cabeza, simplemente, muchos nos ignoraron. Comentamos como llegamos a conocer la pre cordillera de Molina, en aquellos tiempos de los camiones, medios destartalados, que bajaban cargados de puntales de madera, o de aquellos que ordenaban sus sacos de carbón más arriba de sus barandas. Cierto, no eran muy frecuentes, pero sus dueños, al ver los muchachos caminando con sus mochilas, por ese camino entierrado que serpenteaba por entre los boldos y los maquis, se detenía con una sonrisa que llenaba su cara curtida y adivinábamos su piel tiznada por los carbones arrancados de sus hornos perforados allá arriba, entre medio de los bosques.
El primer aventón, fue una camioneta. Un señor de Antofagasta, dueño de una reciente parcela en Tres Esquinas. Cortés, amable y de grata conversación, dio sus excusas por no poder ayudarnos más.
Un camión tres cuartos, nos recogió una hora más tarde y sentado en la parte trasera acariciados por el viento tibio, nos dimos una pausa a nuestros comentarios y abrimos los ojos del alma hacia el verdor del bosque nativo, cada vez más esquivo entre los pinos. Los rastrojos del trigo se extendían en las lomas detrás de los cercos. Una muralla de rocas azuladas se eleva hasta tocar el cielo, extenso, limpio, nuestro. Percibíamos las piedras del camino y volamos silenciosos junto a un jote planeador. ¡hasta aquí llegamos! Dijo el dueño del camión. Y agregó. Por lo menos están más cerca. Bajamos por las barandas del vehículo con cierta habilidad cuestionada. Una pala mecánica removía la tierra y arrancando matas para dar amplitud a una nueva casa que, seguro, se instalaría con el correr de los meses. Nuestro deseo era que pasara algo que nos llevara a nuestro destino antes que pasara la micro y se cumplió nuestro deseo. Un auto con un matrimonio se detuvo, nos presentamos y dimos nuestro destino. ¡acomódense, nosotros vamos a las Siete Tazas! Una vez dados los agradecimientos correspondientes, vinieron las revelaciones de nuestros orígenes; ellos eran de Maipu, en Santiago y visitaban a unos parientes. Nosotros íbamos de pesca y vivíamos en Macul.
La charla amena siempre es bien venida hasta que llegamos a nuestro destino. Nos asombramos por la escasez de pobladores en el sector. Camping cerrados. Casas deshabitadas. Perros echados durmiendo la siesta. Ningún pajarito. Cero nubes en el cielo. Solo silencio. Lo último que escuchamos, fue el auto que se pedía en la curva, antes de subir directo a la Reserva Nacional.
Ordenamos nuestras pertenencias y esperamos, pues, puertas y portones se encontraban cerrados.
Esperamos especulando donde se encontrarían los dueños de casa, cuidadores del camping. Nuestra meta estaba cumplida, estábamos en el lugar, donde queríamos estar.
Nuestra paciencia fue recompensada por la presencia mojada de Don Roberto, encargado del camping. Saludos, parabienes, risas, comentarios, noticias y responsabilidades. Nos invito a ocupar un espacio en la arboleda a orillas del río. Nuestro asombro se convirtió en un maravilloso regocijo del alma. ¡Nadie! Todo el camping vacío. La soledad de los mesones y sus banquetas trasmitían su ocre presencia hacia la nada. Los pinos se movían tan pausados por la brisa de la tarde, que parecían navegar en el fondo azul del cielo. Nunca nuestra mirada había sido tan amplia en esta inmensidad de la naturaleza. El paisaje se contrastaba con el verde del follaje de los árboles y las ramas secas que cubrían el suelo. Solo la sangre húmeda y cristalina, del río, que esquiva la rocas eternas, nos indica que esta vivo, en medio del silencio sobrecogedor y abismante. Tres días rodeado de nada. Nuestras lineas de pesca, bailaban a sus anchas por sobre la superficie del agua. Nuestra presencia en la rivera del río, se compartía plácidamente con los patos correntinos. El día era largo y reconfortante. La noche, fría, silente e inmensamente oscura y aplastante. Nuestra fogata, palidecía sofocada por el abrazo de una luna, que tímidamente se asomaba por encima del cerro, que la sujetaba, evitando su abandono. Volaron millares de chispas de los leños, el humo se confundió en la oscuridad y las palabras se cobijaron tibiamente en nuestros corazones. ¿Volvemos a casa?
De madrugada, caminando hacia la salida, sentí que hacíamos un viaje primigenio a un hogar antiguo y olvidado. El pescador dentro de mi se deshacía, no había traición, ni lucha, ni sacrificio, un camino que llevaba a un pescador a la profundidad de la urbe, para dar forma a un viejo y gran amigo. Tenía la sensación de haber compartido un camino invisible con la soledad y el silencio de la naturaleza y, con la inestimable presencia y comprensión, de mi hijo.

29 de Marzo del 2016