GRAN TEMOR A LA PERDIDA DE LA BELLEZA
Hoy, después de haber trajinado tanto los recovecos sombríos y cubiertos del verde vegetal tan riguroso de la montaña, junto a los parlantes compañeros, fieles en sus pasos, leales en la sed y el cansancio, vuelvo a esa alma de piedra enorme a esa cadena de beldades físicas y emotivas del andar por el Radal. Tierra nuestra sin consecuencia.
Se medita y se sueña sobre una tierra de osadías tangibles, sin contar la historia de llanuras, montes o quebradas, como si hubiésemos vividos miles de años, o más. Me recuerdan caminos del cielo estas cintas airosas por donde corre el hombre ávido o fatigado de ver. Pero en cada caserío y en una simple ondulación de la tierra, la sangre eterna está aguzando su orgullo. Se intentan hogueras en el espíritu y la vida brava de esta gente se inclina ante los ranchos o levanta los brazos sobre el paisaje y al igual que a nosotros, nos pellizca los labios.
No es el drama humano lo que nos turba la memoria, es la tierra templada por el verano austral, incisivo y cambiante, lo que nos sale al paso, como si alzase contra nosotros sus volcanes legionarios y sus montañas ceñudas. El espíritu de la tierra está vivo en esta presencia combativa y secreta de la tierra que nos intimida con sus signos sumergidos en el viento o en la celosa travesía. Es la tierra, nuestra tierra que se está enfrentando al cielo, no tanto por sus montañas, sino por sus momentos, lo que madura el drama de la visión nativa. No es paisaje, es músculo y hechizo bajo un cielo cuyo destino ha sido iluminar esta epopeya en que solo cuenta, lo sobrehumano.
Y así nos llega la visión del Salto, esa maravilla sonriente, enjoyada y perfecta, que sugiere, desde el primer instante, el hechizo secreto de la montaña. Desde niño vimos esa cortina blanca y su delgado canal labrado en la tosca. Donde el agua se amansa y logra un color verde de alquimia. Milagro y hondura de la luz y se conjuga con el horizonte donde el hombre se precipita como en un abismo y la tierra misma quiere desaparecer. Cualquiera que sea el camino para llegar al velo de la novia, la imagen es semejante.
El terreno despejado permite ver, la naturaleza de este rincón. El camino asciende suavemente y de súbito, este pórtico de espuma resonante y grato a la fatiga, sensible y alado como un rumor de confidencia, cae junto con la humedad de tu mirada. Más allá del salto de agua, está la historia mal conocida de los propios historiadores, tierra que se levanta a cada instante contra el hombre para templarlo y probarlo. Tierra que no se avergüenza del cielo.
Hasta hoy no se ha encontrado una solución eficaz para que el acceso a la caída de agua sea más grato. La poética visión, bien se lo merece. El velo de la novia va quedando a nuestra espalda y su voz todavía sostiene el acorde espacial de este cuenco marino de viejas edades. La sinfonía del salto es la sinfonía del tiempo sobre la raza que medra, progresa, como ya lo hicieron otras en los milenios pasados.
Cada vez que pasamos frente a la cascada, quizás presintiendo su secreto, nos preguntamos si sobrevivirá al hombre actual, a la voluntad de la empresa de este tiempo terrible, que se enfrenta a la belleza y al hechizo de la naturaleza.