El espíritu acorralado.
Mi infancia no recuerda una navidad más estrecha que la de este año 2020. Recuerdo juntar a otros muchachos e ir a buscar ramas de pino en las cercas de algún fundo local. O desprender una rama del pino aislado en alguna parte, siempre solo eso, una rama. Luego en la casa la madre y las hermanas, adornaban la rama instalada en un tarro con piedras o arena. Recuerdo ese árbol como algo mágico con sus luces de colores y unos bastones de caramelo. ¿Los regalos? No se amontonaban a los pies del árbol. No. Pero al día siguiente la madre nos entregaba un regalo a nombre del Viejito pascuero. Todos felices. La cuadra rebosaba de risas, gritos, carreras y sonidos de alegría. Eran días largos de compartir y mostrar orgullosos nuestros regalos. Pasaban semanas, meses antes de malograr, perder o guardar los regalos, convertidos en verdaderos tesoros. Recuerdos unos autos de madera que los tuve hasta como los 14 años. Me los regalo mi viejo tonelero, como a los 7 años.
La navidad se extendía hasta la noche de año nuevo. Allí todo cambiaba en lo físico, en lo empaquetado, casi perdíamos el olor a pino para desprendernos de los buenos deseos, el amor espiritual, los abrazos cordiales y el compartir la dicha y felicidad de la familiar reunida. Todos felices alrededor de una mesa cargada de olores y sabores. Los colores de las vestiduras de los comensales, de las mesas, de los patios hacían de todo aquello, un ceremonia, un rito de casa en casa dando abrazos y desperdigando risas y buenaventura, desde los pequeños hasta los más adultos. Hasta los abuelos que apenas se movían en sus sillas, trataban de dibujar una sonrisa por sobre las arrugas de su cara. Los perros danzaban al compás de los movimientos de sus dueños. La madre cansada, se retiraba a sus aposentos, pero nos daba la venia, el permiso para salir en grupos hasta el amanecer. Las luces de colores se confundían en el clarear de limones y la alegría descansaba agotada de tanto trajinar, enrolladas en las sábanas blancas, sonriendo cómplice, de mis aventuras.
Hoy, saqué del entretecho un entierrado árbol de pascua, una caja llena de adornos y luces de colores. Hay velas y velones. Las sillas tienen en su respaldo pascueros y renos. En la puerta exterior hay una corona navideña. El árbol plástico, ya cobija algunos regalos y se sacan cuentas, por opiniones, sugerencias y alternativas, por la cena de navidad. La hora de abrir regalos es elástica. Todos manejan cierta ansiedad. El espíritu navideño se asoma con timidez por los ventanales. No hay vecinos. Nos saludamos de una torre a la otra con ademanes y nos whatsapeamos constantemente.
Son la doce se abren los regalos. La alfombra se pierde entre los papeles y cintas de regalos. Todos hablan a gritos. Risas. Aplausos. Salud y brindis. Los viejos nos acostamos. Los jóvenes siguen brindando. Los pequeños rompieron algunos obsequios, la rabia los sobrepasa y se van a la cama cansados de llorar. Los regalos quedan amontonados por todos lados. Este montón es de los abuelos. Este otro de los hijos. Este de aquí es del yerno. Hummm este y también este, de los nietos.
Un mirada de horror nos sacude en la mañana (como a las 12 pm) al ver la mesa ahogada de vasos, botellas, platos, cubiertos y demases. Papeles y más papeles por todas partes. ¿Una pata de pollo? Ante este espectáculo, solo atinamos a decir que el espíritu navideño quedó encerrado en nuestro departamento, haciendo de las suyas.
A ese espíritu, también le deseo una ¡¡FELIZ NAVIDAD!!
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